Giner de los Ríos y la enseñanza pública

De Francisco Giner de los Ríos, poder, estética y pedagogía.

En 1882, se celebró en Madrid el Congreso Nacional Pedagógico.[1] Lo organizaba el Fomento de las Artes, una asociación fundada en 1847, cuando empezó a cuajar en España un movimiento obrero ajeno todavía a los delirios marxistas. El Fomento de las Artes se llamó primero Velada de Artistas, Artesanos y Jornaleros, y sus fundadores se propusieron satisfacer “la imperiosa necesidad de ser útiles a sus semejantes, coadyuvando en la medida de sus fuerzas al adelantamiento, al progreso y a la cultura del pueblo”.[2] En 1869, tenían un local en la calle de la Luna, con conferencias en las que participaban muchos de los más prestigiosos intelectuales españoles. Era como el Ateneo, pero popular, y en su salón de actos se ponía a discusión cualquier asunto de actualidad. Cuando llegó a España el enviado de Bakunin para organizar aquí una sección de la Internacional, habló en el Fomento de las Artes. También se daban clases de instrucción básica para niños, adultos y mujeres. Para los miembros de El Fomento de las Artes, que en torno a 1868 tenía unos 600 asociados, la alfabetización y la difusión de la cultura eran la clave del progreso y de la democracia. En 1871, El Fomento de las Artes organizó una gran Exposición Artística e Industrial en el Parque del Retiro. El propio Amadeo I donó los 4.000 reales de uno de los premios.

 

En 1881, El Fomento de las Artes se hizo cargo de la organización del primer Congreso Pedagógico que se celebraba en España. La decisión se tomó en una reunión en la que participaron la Escuela Normal de Maestros, la Asociación para la Enseñanza de la Mujer (fundada por Fernando de Castro en 1871), la Institución Libre de Enseñanza, las escuelas municipales de Madrid y los periódicos profesionales. El presidente sería Antonio Ros de Olano, un general progresista que a su paso por el Ministerio de Fomento había mostrado una preocupación seria por los asuntos educativos. Como secretario, actuaría Pedro de Alcántara García Navarro (1842-1906), cordobés, de familia modesta, que llegó a catedrático de la Universidad Central y dio clase en las Escuelas Normales de Maestros y de Maestras.

Pedro de Alcántara García Navarro estaba en contacto con el grupo krausista. Colaboró con Fernando de Castro en la Asociación para la Enseñanza de la Mujer de la que se derivarían luego una Escuela de Comercio, otra de Correos y Telégrafos y una Sección de Idiomas, Dibujo y Música. También trabajó con Manuel de la Revilla. Seguía una línea propia, profesional, y estaba muy interesado por crear un modelo de enseñanza popular. Escribió algunas de las obras básicas para la enseñanza en España, como fueron la Teoría y práctica de la Educación y la Enseñanza (1879), el Compendio de Pedagogía teórico-práctica y el Manual teórico-práctico de educación de párvulos según el método de los jardines de infancia de Froebel (1879). En 1891, fundó una revista de gran difusión, La Escuela Moderna.

La capacidad de organización de El Fomento de las Artes quedó demostrada cuando se abrieron las sesiones del Congreso el 28 de mayo de 1882, en el Paraninfo Nuevo de la Universidad de Madrid. Pocos días antes se había reunido allí mismo el Congreso de Higienistas. En el de Pedagogía participaban 2.000 congresistas, casi todos maestros. Estaban representadas todas las provincias españolas y 21 publicaciones especializadas. Era un Congreso verdaderamente nacional. En la tribuna se sentaron José Luis Albareda, ministro de Fomento; Pisa Pajares, rector de la Universidad de Madrid, y el presidente de El Fomento de las Artes, Modesto Fernández y González. Tomaron la palabra Ros de Olano, Pedro de Alcántara García Navarro y José García, en nombre de El Fomento.

Clausuró el acto el rey Alfonso XII, que había sido recibido con tibieza. “Yo, que me he sentado en los bancos del aula”, dijo el Rey, “sé cuánto tengo que agradecer a mis queridos Maestros. Y bien sabe Dios, que si de mí dependiera solamente, los Maestros españoles nada tendrían que envidiar a los de los más adelantados países de Europa. Pero el señor García y García, representante de El Fomento de las Artes, lo ha dicho muy bien: pasaron ya los tiempos en que se creía que la iniciativa del Estado debía sola hacerlo todo. Justo es también que toda la responsabilidad no sea exclusivamente suya.”[3]

Alfonso XII se ganó a los congresistas. Una tormenta de aplausos y de vivas al Rey acogió sus palabras. El Congreso Pedagógico no podía empezar con mejores augurios. Se habían previsto seis temas de reflexión: organización y condiciones de la instrucción pública, si debe ser gratuita o retribuida, obligatoria o voluntaria; carácter de la educación primaria; sobre el método intuitivo en las escuelas primarias; necesidad e importancia de las escuelas de párvulos; reforma de las Escuelas Normales y mejoras en pro de la cultura de la mujer; reformas para la mejora de las condiciones materiales del Magisterio. Como se ve, el Congreso estaba dedicado casi por completo a la enseñanza primaria. Los asistentes, maestros en su inmensa mayoría, se consideraban abandonados por el poder público. No sin razón. El Congreso sirvió para consolidar una conciencia común.

En 1877, cinco años antes del Congreso, España tenía 16.634.345 habitantes, de los que 11.978.168, es decir el 72%, no sabían leer ni escribir. En 1880 había 719 habitantes por cada escuela. La enseñanza era obligatoria entre los 6 y los 9 años desde la Ley de 1857, pero nadie la cumplía, tampoco los padres ni las familias. En cada escuela, el maestro tenía a su cargo a 150 ó 200 niños (a veces 500), divididos en unas cuantas secciones a cargo de un auxiliar o de un alumno aventajado. Las condiciones solían ser poco adecuadas. Los locales estaban mal ventilados y mal calentados, poco iluminados, a veces sucios. Los maestros dependían de los Ayuntamientos y las Juntas Provinciales de Instrucción Pública. Estaban en manos de los caciques locales. Muchas veces, para ser maestro bastaba un certificado de estas Juntas. Estos maestros se llamaban “maestros incompletos” y cobraban sueldos de miseria, entre 75 y 150 pesetas al año. Llegar a las 250 pesetas era un privilegio. Diez años después, la situación no había variado. En lo más alto de la jerarquía, había maestros y maestras que cobraban entre 625 y 825 pesetas al año. No era raro que los maestros cobraran sus sueldos con retraso.

En el Congreso de 1882 cuajó la conciencia de grupo de los maestros. Eran de los profesionales peor pagados de España. También empezaban a ser conscientes de que la sociedad no les reconocía una labor que consideraban, con razón, fundamental para el progreso y la libertad de sus compatriotas. Sin inversión en educación, no habría creación de riqueza ni consolidación del sistema liberal, mucho menos transformación de este a un régimen democrático. Pero la enseñanza primaria había sido siempre postergada a favor de la superior y la universitaria. Este desequilibrio educativo que venía de años atrás se consolidaría a partir de los años 80, justo cuando más necesario era hacerlo desaparecer: cuando está en expansión la economía española y cuando se empiezan a dar los primeros pasos para democratizar el régimen liberal de la Monarquía constitucional. En el Congreso de 1882 no había todavía razones para el pesimismo. Pero los maestros tropezaron con un obstáculo inesperado.

En la presidencia del Congreso, el día de la inauguración, estaban José Luis Albareda y Francisco de la Pisa Pajares. El primero había repuesto a los catedráticos krausistas expulsados en 1875; el segundo había dimitido del rectorado de la Universidad de Madrid durante ese mismo episodio. Evidentemente, la Institución estaba muy bien relacionada con el Gobierno. También había participado en la preparación del Congreso, aunque menos que El Fomento de las Artes, porque la Institución no tenía la capacidad organizativa que tenía El Fomento. Su papel había sido más intelectual. La Institución empezaba a tener cierta reputación como centro de reflexión pedagógica. Esta dedicación era fruto del fracaso del proyecto universitario. En buena medida, era algo improvisado, hecho sobre la marcha, pero eso lo sabía poca gente. Además la Institución se beneficiaba del legado de Fernando de Castro, promotor incansable de la educación popular, del que se reclamaba también el Fomento de las Artes.

Al principio, la respuesta de los miembros de la Institución a la que expectativa que generaban fue confusa. Azcárate se manifestó a favor de la obligatoriedad de la enseñanza, pero con un razonamiento típicamente liberal que hacía recaer la responsabilidad de la educación sobre los padres, no sobre el Estado. Lo mismo pensaba Giner. Además, Azcárate no estaba a favor de la gratuidad de la enseñanza. Moret, político de profesión, estuvo mucho más contundente. Comprendió que los maestros querían librarse de los municipios y de las Juntas Provinciales y alcanzar un rango superior de dignidad, como era entonces el ser funcionario del Estado. Moret recogió el sentir de todos los participantes cuando preconizó que el Estado se hiciera cargo de la enseñanza primaria y que se creara un Ministerio de Instrucción Pública desgajado del de Fomento. Pero Moret era fundador de una empresa dedicada a la enseñanza privada: su argumento perdía fuerza. Además, no contaba con el apoyo de Giner en este punto. Giner desconfiaba del Estado. No encontraba del todo mal aquello de las Juntas locales o provinciales. Lo llamaba “descentralización”.[4]

En cuanto al alcance de la enseñanza primaria, Cossío, discípulo predilecto de Giner, defendió su fusión con la secundaria porque los dos ciclos pertenecen a una misma etapa de educación integral del individuo. En el mejor de los casos, era una posición irrelevante por utópica, sin engarce alguno con la realidad de la enseñanza en la España de entonces. En el peor, una posible amenaza para los maestros, mucho menos preparados que los profesores de Secundaria. Luego Cossío se puso radicalmente en contra de los exámenes. Habló de un mundo imaginario, donde las clases eran pequeñas, la relación del profesor con el alumno, personal, y el control constante y diario.

Las posiciones se alejaron aún más con el debate sobre el sistema de enseñanza que convenía aplicar en los parvularios. Presentó una ponencia Eugenio Bartolomé y Mingo, maestro, director de los Jardines de Infancia de Madrid y pedagogo de gran prestigio, firme partidario de las innovaciones educativas. Mingo había organizado excursiones escolares antes de que lo hiciera la Institución Libre de Enseñanza y en el Congreso defendió el sistema del alemán Froebel, frente a la tradición del pedagogo español Pablo Montesino. Le apoyó Joaquín Sama, profesor de la Institución, que llegó a decir que el parvulario era el punto crucial de cualquier reforma educativa. El debate hubiera podido quedar en una cuestión para especialistas, un poco teñida de sentimentalismo patriótico. Pero Mingo se empeñó en defender a Froebel hasta el final.

Como Froebel pensaba que las mujeres estaban más dotadas para las clases de párvulos que los hombres, y Mingo y Sama sostuvieron la misma teoría, muchos maestros de párvulos dedujeron que la Institución quería quitarles su puesto de trabajo para dárselos a las maestras. La posterior reforma educativa de Albareda y Riaño, inspirada en las ideas de Giner confirmó esos temores, al dar a las mujeres el monopolio de la enseñanza en el parvulario. Al volver los conservadores al Gobierno, volvieron los maestros a los parvularios. Giner escribió entonces, en 1885, en un ensayo rabioso, de los más reveladores que publicó nunca, en que acusaba al ministro Pidal de sentir hostilidad hacia las mujeres. También se permitía decir que el Partido Moderado (que a estas alturas para Giner, seguía siendo el verdadero rostro del Partido Conservador de Cánovas) era un partido “jacobino, volteriano y descreído”. Terminaba con una insinuación difícil de entender acerca del “sagrado de la conciencia del Sr. Pidal”.[5] En la Institución, por cierto, las mujeres sólo se ocupaban de los párvulos: ese era el papel que Giner les reservaba. Hasta mucho más tarde no hubo profesoras de niveles superiores.[6]

Pero volvamos al Congreso de 1882. La distancia entre la Institución y el común de los maestros creció todavía más al abordarse el tema espinoso de la religión en la enseñanza. José Lledó, profesor en la Institución, mantuvo la bandera krausista. Si la educación ha de ser integral, debe incluir el cultivo de la idea y el sentimiento religioso. Pero como no hay una única religión, el principio de libertad de conciencia obliga a respetarlas todas. Eso exige la neutralidad religiosa de la escuela. Frente a esta posición se levantaron los defensores de la confesionalidad de la escuela. El Congreso no recogió este extremo en sus conclusiones. Pero tampoco recogió las de Lledó. La Institución quedaba como punto de referencia, pero de una posición radical.

José Lledó era un discípulo de Giner de los de segunda generación, sin la personalidad apabullante de los primeros. Su intervención, muy polémica en cuanto al fondo, provocó un debate, pero no el tumulto que se avecinaba con la de Joaquín Costa. Y eso que Costa habló de un asunto mucho menos peliagudo, como era la aplicación del método intuitivo en la enseñanza primaria. Era, eso sí, una cuestión candente. La Institución se había declarado firme partidaria de la intuición: el alumno debía entrar en contacto, lo más íntimo posible, con el objeto de conocimiento y sólo a partir de ahí, de esa experiencia personal, surgiría la generalización, la abstracción y la reflexión intelectual. Era como lo que Sanz del Río, en sus divagaciones de tono metafísico, llamaba la analítica: a partir de la intuición del yo se elaboraría todo el edificio del saber.

Costa no tenía previsto hablar en la sesión del Congreso dedicada a la intuición, el día 31 de mayo. Pero falló uno de los participantes, Costa tomó la palabra y se despeñó por el torrente de la revelación apocalíptica. De repente, el Congreso se convirtió en el escenario de un cataclismo. Si los españoles querían pasar de muerte a vida, tenían que destruir ya, pero ya mismo, la escuela tradicional, una escuela que no se había movido desde los tiempos de los romanos. Sobre sus ruinas, había que construir urgentemente –para Costa todo era urgente- la escuela nueva. Esta escuela se basa en “la secularización total, absoluta” y en la intuición, que es el único método posible: en vez de geografía, recorrer la ciudad, la provincia, el país, el mundo entero; en vez de historia, ir a los escenarios donde se desarrollaron los hechos; en vez de laboratorio, la naturaleza. La escuela “tiene que actuar al aire libre, tiene que aspirar la vida a raudales, difundiéndose como la sangre por todos los conductos y arterias de la vida social”.[7] Aquello era krausismo a lo grande, con orquestación y tonalidades wagnerianas.

En este punto, muchos congresistas perdieron la paciencia. Habían asistido impávidos, y probablemente interesados, a los radicalismos de Lledó y de Sama, a las elucubraciones de Cossío y a las sutilezas de Azcárate. Los improperios de Costa, que hablaba como los profetas hablan a un pueblo condenado, fueron entendidos como una auténtica provocación. Aquellos maestros tenían la seguridad de que estaban haciendo todo lo posible en las peores condiciones. Habían venido a Madrid a enterarse de las novedades, a hacerse oír, a intentar mejorar su suerte, y… ¡los insultaban! Quien lo hacía, además, se presentaba como miembro de una empresa privada mimada por el poder político y que se consideraba a sí misma como el modelo a seguir.

Un maestro de Madrid, Ildefonso Fernández y Sánchez, se levantó para contestar a Costa. Los maestros, dijo Ildefonso Fernández, saben de sobra lo que era la intuición. “Tienen plena conciencia de cómo enseñan y de lo que enseñan, y saben enseñarlo perfectamente.” En cuanto a la Institución Libre de Enseñanza, tenía sin duda un papel innovador y avanzado. Pero no se podían llevar a la práctica aquellas ideas de forma inmediata. Nadie enseña a leer “contemplando auroras boreales”, sino con el “método machaca”. No era lo mismo ejercer de maestro en Madrid que en un pueblo, y más aún si esos niños madrileños iban a la Institución. Allí acuden “los privilegiados del talento, o de la fortuna; son los niños que tienen padres, o ricos por el dinero, o ricos por su ilustración y por su inteligencia, que pueden ilustrar también a los pedazos de su corazón, y pueden ayudar al maestro.” En definitiva, los hombres de la Institución no saben de qué están hablando. “Lo que necesita el maestro no es tanta pedagogía moderna, lo que necesita es comer.”[8]

Las palabras de Ildefonso Fernández, cargadas de apasionamiento y demagogia, como las de Costa, fueron acogidas con un tumulto de aplausos, abrazos y vítores. Los hombres de la Institución habían humillado a la asamblea y la asamblea les contestaba. Los españoles todavía no le habían cogido el gusto a eso de que los insultaran y los humillaran en público. Entre los maestros y la Institución Libre de Enseñanza se había empezado a abrir una brecha. Entonces se levantó Giner. No estaba acostumbrado a hablar en público, ni le gustaba. Pero había que dar una respuesta y tenía que darla el jefe de la escuela. Acusó a Ildefonso Fernández de querer dar lecciones y dijo que sus argumentos eran los mismos que siempre habían impedido cualquier avance de la escuela española. Cuando le gritaron que se ciñera al asunto, perdió los nervios. Al contestar que Ildefonso Fernández no sabía lo que era la Institución, empezaron los abucheos. Giner reaccionó con rabia y despecho, como hacía cuando se enfadaba en la Institución o con uno de sus discípulos. “Qué espectáculo éste”, logró decir en medio del tumulto, “para que se crea que el magisterio español tiene toda esa autoridad, tiene toda esa responsabilidad y merece todo ese poder que con justicia reclama para asegurar su legítimo influjo en la educación.”[9] La bronca le impidió seguir.

Cuando pudo continuar, se replegó en la defensa de la Institución. También habló de la enseñanza intuitiva con una imprecisión característica (“en algún lugar del Valle de Cabuérniga…”) y terminó agradeciendo la “benévola atención con que me ha honrado una parte del congreso”.[10] Costa volvió a hablar con más moderación, pero el incidente no iba a terminar ahí. Ildefonso Fernández tomó otra vez la palabra. Interpeló a Giner y le pidió que dijera los nombres de esos maestros que practicaban el método intuitivo tal como se entendía en la Institución. A duras penas Giner pudo dar algún nombre. Uno era Gervasio González de Linares, hermano de su discípulo Augusto, el mismo al que se refería cuando había dicho lo del Valle de Cabuérniga. A Giner lo habían cogido en un renuncio. Se zafó como pudo del compromiso.[11] Jamás volvió a hablar en público.

Lo ocurrido en el Congreso Pedagógico de 1882 abrió un abismo entre la Institución y la enseñanza pública. Los desplantes de Costa y la soberbia de Giner desacreditaron la Institución y arruinaron la estrategia diseñada para captar a los maestros que acudieron a Madrid, sin duda lo más inquieto e interesante del magisterio español. Las conferencias paralelas organizadas en la sede de la calle Infantas no consiguieron restaurar la comunicación. Nunca la había habido, en realidad. La educación popular había sido cosa de un sector especial dentro del krausismo, el de Fernando de Castro. A Giner nunca le interesó. Tampoco le interesaban los problemas que planteaba la implantación de la educación obligatoria, ni el desafío de la erradicación del analfabetismo. Lo suyo era otra cosa: formar una minoría, influir en los órganos de decisión, intentar experiencias de vanguardia con las que moldear un hombre nuevo, distinto del español al que despreciaba. Tal vez los responsables del Ministerio de Fomento pensaran en la Institución como un laboratorio donde se investigaran métodos que luego se podrían aplicar al conjunto de la enseñanza pública. Si fue así, lo ocurrido en el Congreso Pedagógico les debía haber abierto los ojos. La Institución no iba a elaborar el modelo de enseñanza pública que la sociedad española estaba necesitando.

En el verano de 1884, Cossío representó a España en una Conferencia Internacional de Educación celebrada en Londres. Le acompañó Giner, en nombre de la Institución Libre de Enseñanza. Como era de esperar, Giner presentó un cuadro extraordinario de los avances realizados en la Institución. El tono de la intervención, lleno de respeto y de unción, nada tuvo que ver con el que había empleado en el de Madrid.[12] En Londres, Giner no daba lecciones a nadie.

En 1892 la Institución Libre de Enseñanza fue invitada a un nuevo Congreso Pedagógico. Se iba a celebrar en Barcelona con ocasión del Centenario del descubrimiento del Nuevo Mundo. Giner aún recordaba la humillación de diez años antes y se opuso a participar en él. La idea de celebrar en España un Congreso de carácter internacional era demasiado “atrevida”. “(…) es tal el estado de nuestra patria, por su atraso, que no nos permite ofrecer a los extranjeros sino el espectáculo de un país pobre y desgraciado, que tiene la organización pedagógica y la administración de su enseñanza en una situación de que han salido ya, hace mucho, todos los pueblos cultos.”[13] Otros profesores de la Institución sí fueron a Barcelona. Giner, no.

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Ilustración: La Institución Libre de Enseñanza en la calle del General Martínez Campos, Madrid.

Notas

[1] Para el desarrollo del Congreso Pedagógico de 1882, ver Batanaz Palomares, L. (1982), en particular pp. 45-54, Jiménez-Landi, A. (1996), t. III, pp. 41-51 y Saiz. C (2006), pp. 107-110, entre otros.

[2] Batanaz Palomares, L. (1982), p. 38.

[3] Batanaz Palomares, L. (1982), p. 50.

[4] Ver por ejemplo “Las reformas del Sr. Pidal”, 1885, en Giner de los Ríos, F., O. C., XVII, p. 89 y ss.

[5] Giner de los Ríos, F. “Las reformas del Sr. Pidal en la enseñanza de las maestras”, O. C., t. XVII., pp. 1-119.

[6] Ver a este respecto el testimonio de Jimena Menéndez Pidal, en Menéndez Pidal, J. (1977), pp. 76 y ss.

[7] Lo de la “secularización total”, en Saiz, C (2006), p. 109. El resto en Batanaz Palomares, L. (1982), p. 190.

[8] Batanaz Palomares, L. (1982), pp. 191-192.

[9] Batanaz Palomares, L. (1982), p. 192.

[10] Batanaz Palomares, L. (1982), p. 193.

[11] Batanaz Palomares, L. (1982), p. 193.

[12] Jiménez-Landi, A. (1996), t. III, pp. 52-55.

[13] Jiménez-Landi, A. (1996), t. III, p. 109.