España y la independencia de Estados Unidos
Francisco de Saavedra y Sangronís (1746-1810), militar, político y hacendista, nacido en una familia de comerciantes sevillanos, escribió en su diario en 1780, cuando Carlos III lo envió a América: “Lo que no se está pensando actualmente, lo que debería ocupar toda la atención de la política, es la gran agitación que la revolución americana va a producir en la raza humana”.
La revolución norteamericana, como la llama el ilustrado y librecambista Saavedra, había arrancado en abril de 1775. Venía de mucho antes: del éxito, en las colonias inglesas, de las ideas revolucionarias surgidas en Gran Bretaña con la revolución de mediados del siglo XVII; de la afirmación de una identidad propia afianzada en sistemas de autogobierno originales y en una prosperidad cada vez más acentuada; de las oleadas de fervor religioso recordadas con el nombre de “Great Awakenings”, y, por fin, en el descontento ante la falta de representación en el Parlamento inglés por quienes no se resignaban a ser considerados ciudadanos de segunda categoría. La chispa que prendió todo aquel cúmulo de frustraciones y expectativas la proporcionaron, como es bien sabido, las consecuencias de la Guerra de Siete Años, que enfrentó a Gran Bretaña con Francia y España, unidas contra la ambición hegemónica de la gran potencia marítima. La guerra la ganó Gran Bretaña, pero a un coste tal que la Corona se vio obligada a aumentar la presión fiscal sobre las colonias. Así es como se dispararon el descontento y la rebelión política y militar que llevó a la Proclamación de Independencia el 4 de julio de 1776. La prosperidad de las Trece Colonias era indudable, pero no tanta como para tomarle la delantera a la muy rica metrópoli. Por eso el Congreso continental se decidió a pedir ayuda a España y a Francia. De hecho, los rebeldes vivieron meses angustiosos. Francia se comprometió pronto con ellos, movida por el afán de revancha y la afinidad de algunos sectores de la sociedad francesa ante la propuesta democrática norteamericana, que cristalizaba de forma concreta, e inédita, los ideales liberales de la Ilustración. España lo hizo más discretamente, aunque algunos españoles, como Francisco de Saavedra, parecen haberse dado cuenta de la dimensión, de orden antropológico, de lo que estaba poniéndose en marcha en Norteamérica, ese nacimiento del hombre democrático que iba a cambiar para siempre la civilización occidental y, a partir de ahí, la “raza humana”.
Otros, menos visionarios pero no menos atentos a la circunstancia, vieron en la rebelión de las Trece Colonias, como los franceses, la oportunidad de resarcirse de los males que la Guerra de Siete Años había traído a España. La Corona, efectivamente había perdido en ella el control de la navegación del Misisipi y la Florida. A cambio del dominio de esta última, la Corona española había conseguido la retirada de las tropas inglesas de La Habana y de Manila. Francia le cedió el inmenso territorio de Luisiana, que le daba, al menos en teoría, el control sobre la cuenca del Misisipi. Para sacar adelante su proyecto de resarcimiento, la Corona española emprendió, nada más terminar la guerra en 1763, un ambicioso plan que le llevaría a recuperar el dominio marítimo. Fue un enorme esfuerzo de modernización liderado por Jerónimo Grimaldi (1709-1789) y un equipo de ilustrados reformistas que aprovecharon el impulso para emprender una política de modernización sin rupturas de la economía y la sociedad española, continuación de las reformas emprendidas bajo Felipe V y Fernando VI por, entre otros, el marqués de la Ensenada.
Cuando llegó el momento, el 21 de junio de 1779, con el tesoro de América a buen recaudo en los puertos españoles, la Corona se sintió lo bastante fuerte como para unirse abiertamente a Francia (no, por lo menos formalmente, a Estados Unidos) en su rebelión contra Gran Bretaña. El nuevo pacto se plasmó en el Tratado de Aranjuez. Uno de los escenarios del enfrentamiento, de naturaleza global, se desarrollaría lejos de Norteamérica. Aquello obligaba a Gran Bretaña a dividir sus fuerzas, lo que fue aprovechado por la renovada Armada Combinada, unión de las armadas española y francesa promovida por los pactos de Familia entre las dos ramas borbónicas, para asediar el puerto de Mahón y tomar la isla de Menorca, en manos británicas desde 1713. También hubo un nuevo intento, frustrado otra vez, de invadir Gran Bretaña. Y españoles y franceses pusieron cerco a la plaza de Gibraltar, ganada por los británicos, en un gesto característico de piratería, durante la Guerra de Sucesión. A pesar del esfuerzo militar y logístico, el sitio largo, que duró de 1779 a 1783 no logró bloquear el acceso a Gibraltar desde el mar, que era, como se había demostrado en los dos asedios anteriores, la clave para recuperar la plaza. Los asaltantes tampoco consiguieron anular las potentes y novedosas tácticas de defensa puestas en marcha por los británicos. No se logró por tanto la rendición del Peñón ni su devolución a la soberanía española. Aun así, sirvió para distraer unas fuerzas que de otro modo se habrían concentrado en territorio norteamericano. También se preparó una ofensiva para recuperar Jamaica de la piratería inglesa, algo que muy probablemente se habría conseguido, aunque la firma del Tratado de Paris interrumpió la campaña de la armada hispano-francesa.
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En la etapa final de la guerra, fue Francisco de Saavedra, al que ya conocemos, el que, como Comisionado Regio de España, alcanzó un acuerdo con los jefes de las tropas francesas para proporcionar la ayuda en dinero (más de 500.000 pesos en plata, reunidos en La Habana en muy poco tiempo, dado el interés de los comerciantes cubanos en introducirse en el ya más que prometedor mercado norteamericano) y en tropas, con la organización de una flotilla. La ayuda resultó decisiva para la victoria de Yorktown, la batalla decisiva y final de la Guerra de Independencia.
Se llega así al Tratado de Versalles, firmado entre España y Gran Bretaña y complementario al de París, entre Gran Bretaña y Unidos, el 3 de septiembre de 1783. Las potencias europeas reconocían el nacimiento de la nueva nación, el fruto más acabado de la Ilustración. Aranda, con su habitual lucidez, vio corroborado su diagnóstico de 1776 y escribió otro que también se cumpliría: “Esta república federal nació pigmea, por así decirlo, y ha necesitado del apoyo y fuerzas de dos estados tan poderosos como España y Francia para conseguir su independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante y aún coloso temible en aquellas regiones”. Como es bien sabido, el apoyo de Francia a los norteamericanos dejó endeudada a la Corona francesa, lo que estuvo en el origen de la revolución que se llevaría todo un mundo por delante. España, más prudente, sorteó mejor las consecuencias del enfrentamiento. Aunque Estados Unidos no reconoció nunca oficialmente la deuda adquirida con los españoles, España había recuperado el control del Caribe y la Florida. Se había estabilizado en la Luisiana y toda la margen izquierda del Misisipi. Aunque no lo logró con Gibraltar, sí que recuperó la soberanía de Menorca y algunos territorios americanos de gran relevancia. Recientemente, se ha ido desvelando y difundiendo, con exposiciones, estudios y conmemoraciones, este momento crucial de la larga y crucial contribución española a la identidad norteamericana.