Marc Fumaroli (1930-2020). Un neocon a la francesa

Marc Fumaroli se dio a conocer en el mundo político–intelectual occidental por un panfleto particularmente largo y denso, pero no por ello menos panfletario, titulado El Estado cultural. Fue en 1991, y hacía cuatro años que un gran neoconservador norteamericano, crecido bajo la influencia de Leo Strauss, había denunciado el acabamiento del alma de la cultura norteamericana, sepultada y olvidada por una educación que había renunciado a su carácter liberal –liberal como en las artes liberales, aquellas que cultivan los seres humanos libres. Fumaroli recogió el tema a su modo, francés como siempre lo fue, es decir hasta la médula, y compuso un análisis feroz del papel que el Estado se había atribuido en la creación, la gestión y la difusión de la cultura. Lo fechó en torno a la creación por André Malraux, en 1959, del Ministerio de Cultura en Francia, con algunos antecedentes, como Jeanne Laurent, que el propio Malraux, el artista funcionario por excelencia, se esforzó por hacer olvidar.

Según Fumaroli, el plan de Malraux se inspiraba a la vez de la política cultural de la Unión Soviética, donde el Estado y el Partido controlaban férreamente los contenidos y el estilo de todo aquello que tuviera que ver con la cultura, pero también con la sociedad norteamericana, donde la televisión se había convertido, para entonces, en uno de los elementos fundamentales de acceso de la población a la cultura (habría que añadir la radio). El resultado no fue ni una adaptación ni una síntesis. Fue algo nuevo, que convirtió la cultura en una religión moderna y acabó convirtiendo al Estado no en el promotor de la cultura, sino en el mayor agente de su trivialización. A partir de entonces, y dadas las características del Estado republicano, es decir democrático, arranca un proceso imparable según el cual todo se convierte en cultura. Cultura no serán ya Cervantes, Poussin, Humboldt o Pitágoras, sino también la chistorra, la Sexta o Beyoncé. Añádase lo que se quiera: la lista es interminable y en las páginas de aquel libro se entrevé lo que hoy ya no admite duda, a menos que quiera uno ser tachado de reaccionario (algo a lo que cada vez más gente está dispuesto, como es natural).

Fumaroli representa por tanto una forma de neoconservadurismo a la francesa, preocupado por formas de degradación cultural, o de civilización, que en su momento no eran fáciles de encontrar en todas partes. El éxito del proyecto de Estado cultural en los países europeos -junto con otras tendencias que Fumaroli no trata- llevó a que la obra cobrara de inmediato una dimensión transnacional. En nuestro país fue muy leído en círculos culturales, por así decirlo, de centro derecha, que encontraban en él una reconfortante crítica liberal al estatismo cultural. No tuvo el menor efecto, como era de prever, salvo el de la complacencia en citar a un autor medianamente abstruso, más que por el estilo, poco fiel a la soltura francesa, por la  erudición que se complace en exhibir.

La reflexión de Fumaroli, que continuó luego en otro ensayo sobre la manipulación de las imágenes en París–Nueva York–París  (con un eje centrado en las dos capitales artísticas del mundo, cuando las dos habían dejado de serlo), lo situaba en un lugar que le gustaba, como académico y profesor universitario de gran prestigio dedicado a la literatura y al arte franceses. Es esa esquina en la que la nostalgia por el gran estilo, la gran cultura y el gran arte, revelan la poca consistencia del arte, la cultura y los estilos actuales.

Y no se trata sólo de una queja, o de una crítica complacientemente elitista de la degeneración democrática (que para Fumaroli no se produjo durante la IIIª República, a diferencia de lo ocurrido en la Vª, ni tampoco, o no del mismo modo, en la cultura anglosajona). Se trata de un debate en cierto modo permanente, el de la preferencia por los antiguos o por los modernos, que nutrió buena parte de la cultura europea entre los siglos XV y XVIII. Este asunto, de raíces y derivaciones muy amplias, inagotables en puridad, le dio pie para sus investigaciones sobre la retórica y la elocuencia, un asunto predilecto, y luego la recreación de una imaginaria República de las Letras cuyos participantes y protagonistas hablan, ni qué decir tiene, la lengua de Molière. Fumaroli evocará con fortuna, en un libro muy sugestivo, aquella Europa que habló francés, entre mediados del siglo XVII y al menos finales del XIX: un ideal cosmopolita de seres libres, en su momento inspirados al tiempo por el estoicismo y el cristianismo, aunque pronto abiertos a una crítica audaz de sus propios presupuestos. (La reflexión sobre el cristianismo ocupa un lugar central en la obra de Fumaroli.) El galocentrismo, matizado de amor a lo italiano, resulta a veces un poco irritante, sobre todo porque Fumaroli muestra un desconocimiento notable de lo ocurrido, por ejemplo, en España. Lo hace incluso cuando estudia la difusión europea del Oráculo manual, un trabajo que se concentra en la traducción francesa de la obra de Gracián.

Fumaroli fue siempre demasiado inteligente como para recluirse en la pura nostalgia y en sus trabajos sobre la Querella de los Antiguos y los Modernos supo ver lo mucho que los Antiguos, aquellos que reivindicaban el legado de la Antigüedad, tenían de actuales en su voluntad de recuperar la esencia de una virtud que, eso sí, viene perdiéndose en Occidente desde el momento mismo en que fue redescubierta. Es uno de los sesgos desde los que pueden ser leídos algunos de sus grandes textos, en particular el gran trabajo sobre La Fontaine, de cuyo legado llegó a ser el sumo sacerdote, o los que dedicó al pintor Nicolas Poussin. Quintaesencia, en los dos casos, del alma francesa, algo que, si nos tomamos en serio a Fumaroli, el Estado cultural ha hecho todo lo posible por laminar.

Libertad Digital, 03-07-20

Ilustración: Nicolas Poussin, La inspiración del poeta (Museo del Louvre)