Nueva y vieja regeneración

Nueva Revista 140, Febrero 2016

Hace unos pocos años, ya bien entrada la crisis económica, los términos del debate político en nuestro país empezaron cobrar un aire nuevo, con motivos y preocupaciones distintas a las que habían caracterizado el debate público en años anteriores. Hasta ahí se hablaba de izquierda y de derecha, de constitucionalismo y nacionalismo, de redistribución y creación de riqueza o, incluso de clases enfrentadas. A partir de un momento en torno al año 2010 se empezó a hablar de temas distintos.

Se enfrentó la sociedad al Estado, como si este no reflejara ya los intereses y las preocupaciones de la sociedad española y se rigiera no según alguna idea del bien común, sino según sus propios intereses o los de aquellos que lo controlan. Pronto llegó el momento de poner en cuestión la representatividad de las instituciones políticas, en especial las instancias representativas y los partidos políticos. En las jornadas del 15-M, teñidas de épica alternativa, hizo fortuna el slogan “(Que) No, no nos representan”. La puesta en duda de la representación política llevaba a la consideración de las elites políticas como un grupo privilegiado, una “casta”, según la palabra que utilizó primero el periodista y activista Enrique de Diego, con su Plataforma de las Clases Medias, fue recuperado luego por los compañeros politólogos de Podemos y al fin, bajo el apelativo más exquisito de “elites extractivas”, por intelectuales y funcionarios en la órbita de Ciudadanos. La “casta” o las “elites extractivas” conforman esa minoría capaz de sacar provecho de unos mecanismos y unas instituciones políticas que se han desviado de su objetivo inicial y sólo sirven intereses particulares: corruptos, por tanto, como iban demostrando los numerosos casos que, centrados por lo fundamental –aunque no sólo- en el asunto de la financiación de los partidos políticos y de los sindicatos, empezaron a salir a la luz en esos mismos años. La corrupción no afectaba sólo a unos cuantos personajes, ni siquiera a unas cuantas organizaciones. Afectaba al conjunto de las organizaciones públicas, en particular a los partidos políticos, y acabó contaminando al propio sistema, al conjunto de las instituciones y al régimen nacido con la Constitución de 1978. El “régimen” (algo así como la “Restauración”) aparecía podrido, agotado, enfermo y con él, claro está, el “bipartidismo” que lo había sostenido.

Se elabora así un discurso dirigido contra la racionalidad política –es obsesiva la cuestión de la superación de la izquierda y la derecha-, juvenilista –como corresponde al deseo de un cuerpo regenerado que ha dejado atrás los signos de la decadencia- y populista –es decir, de estilo antiinstitucional y personalista, desconfiado de cualquier cuerpo intermedio, y que apela a la movilización de quienes han quedado al margen del sistema, sin representación y condenados por tanto a sufrir (el motivo del “sufrimiento” es importante) una creciente desigualdad, que la crisis no ha hecho más que empeorar: el famoso 99 por ciento de los “ocupas” norteamericanos, que importaron las formas y los slogans de nuestro 15-M.

La palabra de moda fue, ya lo sabemos, la regeneración. Durante estos años en España, casi todo ha sido regeneración. Andábamos degenerados, o degenerándonos, y hasta entonces (la alarma social ante la corrupción se dispara en 2012…) no nos habíamos dado cuenta de la podredumbre que corroía las entrañas de nuestro cuerpo político. La patología –enfermedad es un término suave- había alcanzado tales proporciones, tal profundidad, que todo ha estado por rehacer: el sistema de partidos, las leyes electorales, las Cortes, la Constitución, la Monarquía, la propia España, la mentalidad española, los “valores” ni más ni menos… Había que abrir las ventanas y dejar entrar los aires purificadores y juveniles, nacidos después de 1978 para más detalle.

El debate podía haber tomado un rumbo muy distinto. Por ejemplo, el de las medidas que el Gobierno ha ido tomando. Se podía haber hablado de trabajo y de la forma de contribuir a crearlo, de los problemas de educación, de la mejora de las formas de financiación de los partidos, del papel del Estado (y las repercusiones de su intervencionismo en la corrupción), de los artículos de la Constitución que se podían someter a revisión… Se podía haber iniciado un diálogo que hubiera llevado a la adopción de reformas graduales, negociadas aunque no necesariamente consensuadas, con objetivos pautados y respetuosos con el marco de la democracia liberal que tan provechosa a resultado a nuestro país en los últimos cuarenta años. No ocurrió así, aunque buena parte de estas reformas se han ido poniendo en marcha. El debate público no se centró en estas acciones prácticas. Se centró en la regeneración, que es tanto como decir en un cambio de raíz que debe llevar aparejado –y volvemos al vocabulario y a las metáforas médicas- la curación definitiva y la inmunización contra la corrupción del organismo social.

La palabra “regeneración” no es un término particularmente español, ni moderno. Viene del cristianismo, donde designa el renacimiento del ser humano a una naturaleza nueva, redimida del pecado. En el siglo XVIII, los ilustrados lo retomaron a partir de las observaciones biológicas de los antiguos, que habían constatado que algunos organismos vivos son capaces de reproducirse sin pasar por el trámite del sexo. De ahí saltó a la política –las grandes ensoñaciones de Rousseau no andan lejos-. Con la Revolución Francesa se generalizó como consigna para designar el Hombre nuevo, y la nueva Nación, que debían surgir de la acción salvífica sobre la salud pública. La palabra recobró su crédito en el terreno científico con las investigaciones a partir de la Teoría celular del primer tercio del siglo XIX, para luego cruzarse en el camino de Darwin cuando elaboraba sus reflexiones sobre la teoría de las especies. De ahí volvió a saltar a la política, justo en el momento en que se estaba iniciando la gran crisis de la conciencia occidental, en la segunda mitad del siglo XIX. Iría acoplada a la palabra degeneración, lanzada por Max Nordau con el éxito que se conoce, y aplicada al arte (el “arte degenerado”), síntoma de una enfermedad más grave y profunda, que afecta a la sociedad y muy en particular a la política de la época. Todo está degenerado, a partir de ahí, y todo debe por tanto ser regenerado, sin que el término hubiera perdido del todo ni su resonancia religiosa ni su anclaje en las ciencias biológicas y médicas. Así es como la regeneración está en la base de algunas de las mayores aberraciones del siglo XX europeo: el exterminio de los débiles y, en general, de los degenerados, para mayor gloria de las razas superiores. A partir de ahí, el nuevo descrédito de la regeneración fue tal que paralizó incluso la investigación científica, hasta que volvió a iniciarse a finales del siglo pasado, con el éxito que conocemos hoy en día, cuando ha abierto campos nuevos, también inquietantes, a la ciencias de la vida. (…)

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Ilustración: Zola aux outrages, Henry de Groux