Madre naturaleza

Ilustración: May Ray

Está la sensibilidad hacia la vida animal, y la vegetal -la más misteriosa de todas. Está el convencimiento de que toda criatura viva tiene un sentido que debemos respetar y esforzarnos por comprender. Está también la posibilidad de reconocer derechos a seres vivos que no sean los humanos. Y luego está la creencia de que el ser humano es un animal enfermo que está perturbando el equilibrio de la Madre Naturaleza.

 

Las barbaridades vertidas en las redes sociales tras la muerte del joven torero Víctor Barrio se atribuyen a una caída del nivel general de la moral. También, a la dinámica de las propias redes sociales que propiciarían, dada la publicidad que facilitan, el exabrupto y el insulto. No estaría de más tener también en cuenta esa otra pulsión que lleva a considerar que lo que de verdad sobra en nuestro planeta son los seres humanos.

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Foto: Victor Barrio

Y sobran porque están, justamente, dotados de conciencia. Por eso las acciones de los seres humanos se cargan de sentido y en ese núcleo significante están la necesidad del arte –una actividad que nos devuelve, mediante la belleza, a la dimensión sagrada de lo humano y de la que hoy en día sólo sobreviven algunas reliquias como los toros, precisamente- o la necesidad de la política, que es aquella actividad a la que nos obliga la necesidad de calibrar nuestra conducta según criterios de justicia.

Empezando por el final, la política es el primer obstáculo que conviene despejar para que la naturaleza recobre su esplendor primero, contaminada como está por la obsesión, propiamente humana, de tener que dar sentido a cualquier acto. Viene luego la conciencia, que nos impide sacar a la luz nuestro ser natural, el único auténtico, el único que vale la pena. Y por fin se impone, como es lógico, la necesidad de acabar con el ser humano como la única manera de que la naturaleza recobre su autenticidad, la intensidad de vida radical que era la suya antes del advenimiento del contaminador sin remedio que somos los humanos. La belleza recobra así su verdadero rostro, inhumano, monstruoso pero –y esto es lo que cuenta- infinitamente puro.