El dilema de Bob Pierson

Bob Pierson era capellán de una universidad católica norteamericana. Hasta hace unos días que dimitió. Bob Pierson es gay y considera que sus funciones de capellán son incompatibles con la Instrucción publicada el pasado mes de noviembre por el Vaticano acerca del sacerdocio y la homosexualidad.

Según esta Instrucción, no se pueden admitir al sacerdocio ni a las órdenes a “aquellos que practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o apoyan la llamada cultura gay”. La Instrucción tiene su origen en los escándalos ocurridos en la Iglesia católica norteamericana. Según un estudio interno, el 81 por ciento de las víctimas de abusos sexuales ocurridos entre 1950 y 2002 han sido varones, y el 78 por ciento tenían entre once y diecisiete años. La Iglesia se enfrenta al problema de la incapacidad de algunos de sus sacerdotes (un 4,5 % en esos años) para controlar sus tendencias homosexuales.

Hay algo más. El estudio constata un aumento considerable de los casos de abusos sobre niños y muchachos en los años 60 y 70. Disminuyen en los 80 y aún más en los 90. El pico corresponde a los años de radicalismo cultural. La propia Instrucción hace referencia a ella al hablar de la “llamada cultura gay”. La Iglesia católica defiende la universalidad y la preeminencia de las virtudes y los valores cristianos. Pero ha ido más allá al sugerir que los que “presenten tendencias homosexuales profundamente arraigadas” no son capaces de madurez sexual y afectiva, y no pueden cumplir con el deber de paternidad espiritual que la Iglesia confía al sacerdote.

Hay que reconocer que la Iglesia ha tenido por fin el valor de sacar a la luz las consecuencias de las prácticas sexuales de muchos homosexuales. Insiste además en que no quiere discriminar. Tampoco pone en duda las ordenaciones previas. Subraya, legítimamente, que el sacerdocio no es un derecho.

Ahora bien, rechazar la posibilidad de madurez afectiva y sexual para cualquier persona gay resulta arriesgado y poco compasivo. ¿Está condenada una persona de “tendencias homosexuales profundamente arraigadas”, aunque no las practique y siga las enseñanzas de la Iglesia? Por otro lado, es posible que la respuesta de la Iglesia al multiculturalismo sea tardía. La “cultura” –más bien subcultura- gay existió cuando la homosexualidad era tolerada y clandestina a la vez. A partir de los años 60 y 70 pareció surgir una nueva “cultura” gay afirmativa y desafiante. Pero las virulentas reivindicaciones políticas de esta tendencia no deben llamar a engaño. Son un resto del pasado. La tendencia es al revés, a la disolución de la “cultura gay” en la cultura general. No sólo es cuestión de tolerancia. Es cuestión de vivir según criterios éticos una vida antes condenada a la amoralidad, por imposición o voluntariamente. Desde esta perspectiva, no sé si la Instrucción resulta de gran ayuda. ¿Era inevitable el dilema de Bob Pierson?

La Razón, 03-03-05