Bendito sea Dios

La expresión “Bendito sea Dios” es frecuente en la liturgia católica, en la vida cristiana y en general –todavía- en la lengua corriente. Resulta un poco enigmática. ¿Cómo podemos nosotros bendecir al Señor, santo sobre todas las cosas y cuya obra es una perpetua bendición en sí misma?

Claro que “bendecir” quiere decir hablar bien de alguien, alabar. Cuando se dice “Bendito sea Dios”, como hace Zacarías al principio de su himno o como San Pablo hace con el suyo en la carta a los efesios, se está alabando al Señor. Y alabarlo quiere decir no hablar mal de Él, no ensuciarlo, como en el Padrenuestro Jesús enseñó a “santificar el Nombre de Dios”: tratarlo con todo el cuidado posible, dentro de nuestros medios, siempre limitados, para hacernos merecedores de Su gracia, de su bendición. Bendecir a Dios querría decir en este sentido intentar ponerse en disposición de hacer el bien, es decir ponernos en disposición de que el Señor haga el bien a través de nosotros.

Por eso, al bendecir a Dios también le damos las gracias por todo lo recibido, es decir por todo lo que somos y todo lo que hacemos, porque no somos ni hacemos nada sin su acción. No hay orgullo en la afirmación, aunque sí alegría por participar de esa bendición. En el Sanctus de la misa católica, el Benedictus va seguido y precedido del himno de gloria del Hosanna

Queda, de todos modos, y más allá de la alabanza y la acción de gracias, el hecho misterioso de que Dios nos invite a bendecirlo. Lo que se celebra estos días de Navidad permite intuir lo que puede significar. Dios hecho hombre, y niño, necesitó de los demás seres humanos para crecer, hacerse adulto y mostrar la humanidad de Dios. Nunca como en estos días, ni siquiera en los días en que se recuerda el misterio de la Pasión, cuando la humanidad abandonó y maltrató al Señor, se puede entender tan bien por qué Dios necesita la bendición de sus criaturas y por qué nosotros bendecimos al Señor.

Ilustración: Maestro de Besançon, La presentación de la Virgen en el Templo, El Escorial.