Zaj. Después de las vanguardias
Del capítulo dedicado a “La música”, de Diez razones para amar a España
La primera acción conocida de Zaj transcurrió en Madrid, el 10 de noviembre de 1964. Participaron Juan Hidalgo, Walter Marchetti y Ramón Barce. Trasladaron tres objetos «de forma compleja, construidos en madera de chopo», desde el número 1 de la calle Batalla del Salado hasta el paseo de Séneca, pasando por Embajadores, Ronda de Toledo, Bailén, plaza de España, Ferraz y Moncloa. El traslado, a pie, tuvo lugar entre las 9’33 y las 10’58 de la mañana. Al parecer, los artistas pararon para tomarse una cazalla en un bar, el bar Pascual. Luego dieron noticia de lo ocurrido mediante una hoja impresa en la que invitaban a sus amigos a algo que ya había ocurrido. Poco después Zaj dio un concierto en un colegio mayor, también en Madrid, donde interpretaron, entre otras obras, una variación sobre el célebre 4’33 para piano de John Cage —otros tantos minutos de silencio mantenido por un músico sentado al piano— que incorporaba las estructuras de madera como una jaula, por el nombre del compositor norteamericano.
Yo me topé, casi literalmente, con Zaj durante el concierto que dieron Hidalgo, Marchetti y Esther Ferrer durante los Encuentros de Pamplona, en el verano de 1972. Yo era un chiquillo, pero me empeñé en ir y mis padres me pagaron el tren y una pensión, sin más. Me dejé deslumbrar por un macro concierto (así lo recuero ahora) de Steve Reich en un pabellón deportivo, por la actuación del propio John Cage, con David Tudor al mando de varios aparatos electroacústicas y por la actuación de Zaj en un teatro.
Recuerdo la atmósfera tumultuosa y divertida, y a aquellos personajes quietos pero sin rigidez, de una seriedad absoluta, trajeados de forma convencional, en un escenario desnudo, cumpliendo lo que parecía un rito misterioso y de significado insondable: el Recorrido japonés, por el que uno de ellos pasaba la mano por todo el cuerpo del otro, de pie, con las piernas abiertas y El caballero de la mano en el pecho, en el que —por lo que he podido ver después en fotografías de aquel acto— Juan Hidalgo le ponía la mano en el pecho a Esther Ferrer.
Como casi todo lo que ocurrió en aquellos Encuentros, también ese concierto se entendió, al menos en parte, como una manifestación política, más o menos contraria al régimen de Franco. Era irremediable. La dictadura llevaba años agotada y en aquellos eventos, financiados por el industrial Juan Huarte Beaumont y organizados por el grupo ALEA de música contemporánea, se reunieron toda clase de artistas ajenos a cualquier convencionalismo. Entre las muchas cosas extraordinarias de aquellos días estuvo la participación, menos escandalizada de lo que se ha dicho —al menos eso es lo que yo recuerdo—, de la población de Pamplona. Eso sí, aparte de dos bombas de ETA que no impidieron nada, el acontecimiento mereció la censura de varias organizaciones políticas, desde el Partido Comunista hasta los nacionalistas —estos últimos por «españolismo».
Zaj había sido la creación de los tres músicos que participaron en aquella primera acción de 1964. El nombre se lo puso Barce, que andaba buscando algo español, pero sin significado. Por eso recurrió a sonidos propios del castellano, como la z y la j, y a una vocal frecuente en la lengua. Tras la salida de Barce, acabaría incorporándose Esther Ferrer. Juan Hidalgo, el alma del grupo, se había interesado por la música serialista, muy propia de las posiciones estéticas, tan dogmáticas, de los años cincuenta. Tras una estancia en París a principios de la década siguiente, y habiendo entrado en contacto con John Cage, dejó atrás aquella vía cuando muchos otros compositores de su generación estaban todavía haciendo el viaje hacia la música postonal. Se adentró así en un mundo nuevo, una música sin partitura y cada vez más sin sonidos, una expresión sin significado y sin signo, un arte en el que la creación conforma una realidad secreta, siendo así que es completamente abierta y pública, hasta el punto de no tener autor. Artista será el que haga posible un acontecimiento puro, sin principio ni final y de desarrollo imprevisible, saturado como está del inconcebible, e irrepetible, significado que adquiere cada vez que se realiza.
Entre las piezas más memorables de Zaj, aparte de las de aquel concierto en Pamplona, están la Música para piano n.º 2 de Marchetti, que consiste —la partitura está publicada por José Antonio Sarmiento en Zaj, concierto de teatro musical— en que el intérprete se aleje del piano andando hacia atrás, hacia el lado izquierdo de la escena y en mirar al instrumento y hacia abajo varias veces, después de lo cual, siempre con la mirada hacia abajo, debe cruzarlo por la parte inferior hasta colocarse delante del teclado, sentarse, coger unos prismáticos que se encuentran dentro del piano y tocar pianissimo la última tecla (Do o La). Juan Hidalgo, por su parte, interpretó Carta para David Tudor, que consistió en entregar a cada espectador un sobre con una carta dirigida al compositor norteamericano. Cada espectador podía firmarla y enviarla —o no—. Las cartas sobrantes se rompieron y Juan Hidalgo las recogió con una escoba. A finales de 1965, Zaj convocó a su público a un Concierto postal. Se invitaba al receptor a interpretar él mismo varias piezas, entre ellas dos de Juan Hidalgo. Una, titulada El sobre verde, consistía en abrir y leer una cartulina verde que estaba metida en un sobre de igual color; y otra, titulada Música para aprender de memoria, proponía: «Ni fu ni fa. Fi. Pero yo, fo. ¿Y fe? Fe en fo». El manifiesto de Zaj, porque era tradición que los grupos de vanguardia sacaran uno, decía: «Ziüaëouj».
Juan Hidalgo siguió su carrera artística al margen de Zaj, que se cerró oficialmente en 1997, con ocasión de una exposición retrospectiva del grupo en el Museo Reina Sofía. (Esther Ferrer se enteró del cierre al día siguiente). Llamó «etcéteras» a las obras que componía para el grupo. La titulada 1,2,3,4,5,6,7,8,9,10,11,12 y13 consistía en que «Un hombre realizará 13 acciones con 13 pañuelos sobre 13 sillas: a cada silla corresponderá un pañuelo, que el hombre llevará oculto sobre sí». En otra, proponía «enviar durante 30 días 30 palabras a 30 mujeres de la ciudad». Y otra, que venía dentro de un sobre, decía: «Cuando usted no sepa qué decir… diga Zaj».
Lo que me gustaba, y me sigue gustando de Zaj, era su concisión, su elegancia, su ascetismo. También su humor seco, tan perfectamente dosificado para evitar cualquier significado mientras abre el acto artístico a cualquier interferencia. Duchamp siempre anda cerca, pero reinventado en una perspectiva nueva, algo infinitamente fluido y continuo, como una invitación a vivir un instante que resume la eternidad. Aunque era inevitable que fuera entendida como provocación, aquella música hecha pura presencia culminaba años de rupturas y de vanguardias. España siempre había sido fértil, ya desde el siglo xix, en movimientos de renovación y ruptura estética, y luego, en el siglo xx, de vanguardia: ni el romanticismo, ni el realismo, ni el naturalismo, ni el cubismo, ni el surrealismo se entienden sin la aportación española —y eso por no hablar de las corrientes propiamente hispánicas, como los ultraístas—. Zaj iba un poco más allá y creaba algo más abierto, más poético, con menos pretensiones. Y para que la sorpresa fuera perpetua y cada obra nuevamente imprevisible, Juan Hidalgo siempre sacaba a relucir su amor, más que su afición, al sexo.
Lo recordaré siempre en el Cock, en la calle Infantas de Madrid, bebiendo como solo él podía resistirlo, y también en su apartamento, antes de mudarse a Canarias, contando y clasificando la extraordinaria cantidad de vitaminas y proteínas de colores, perfectamente clasificadas, que se tomaba cada día. Zaj en estado puro.