Un salmo norteamericano. Martin L. King, Jr. en Washington

Estados Unidos es un país práctico, siempre dispuesto a la negociación. Sin embargo, en su historia, relativamente breve, ha dado al mundo dos profetas en el sentido estricto de la palabra: dos personas capaces de expresar el fondo de la realidad, tan difícil de ver, y capaces también de aclarar para todos la relación que esa verdad tiene con la trascendencia. Con Dios, para decirlo sencillamente. Los dos, en consecuencia, señalaron a la sociedad norteamericana un camino, la misión a la que debía permanecer fiel si quería seguir siendo lo que la Constitución y la Declaración de Independencia declaran.

Lincoln planteó la unidad sagrada de la patria norteamericana. Martin Luther King Jr., por su parte, se centró en otro de los ejes de la vida de Lincoln: el de la libertad. Lo hizo tomando la palabra en el Lincoln Memorial, en el aniversario de la “Proclamación de Emancipación” a cargo de Lincoln y en una marcha que reivindicaba “Trabajo y Libertad”. Podía haber preconizado la disidencia, la lucha, la división y la crítica. Hizo lo contrario: quiso apurar hasta sus últimas consecuencias el sueño norteamericano, que hizo suyo con una belleza y una nobleza dignas de los más grandes discursos de Lincoln, que es tanto como decir de las Sagradas Escrituras.

Martin Luther King Jr. renovaba así la inspiración primera de la promesa norteamericana –“la ciudad en la montaña”, por recordar las palabras evangélicas de los primeros peregrinos- para enfrentar a sus conciudadanos a la tarea de dejar atrás la segregación racial. La herida bestial, imperdonable, del racismo no era sólo un pecado contra la humanidad: era lo que impedía a los norteamericanos ser lo que debían ser. Pocas veces, desde tiempos muy antiguos, una nación había sido confrontada con tanta claridad a su esencia. Y Estados Unidos respondió.

La Razón, 25-08-13