Demócratas. La izquierda hecha arte

Miley Cyrus cabalgando el Planet Hillary

 

Se ha hablado mucho de Donald Trump como el candidato de los norteamericanos enfadados. Está bien, pero lo cierto es que en la campaña del candidato republicano hubo más de insolencia y fanfarronada –es decir, de diversión- que otra cosa.

 

Bastante más agria resultó la campaña de Hillary Clinton. Culminó con un último acto en el que la candidata demócrata se rodeó de personajes como Jay Z y Beyoncé, por no hablar de apoyos aún más decadentes y sórdidos, como Lady Gaga y Miley Cyrus, al parecer clintonianas convencidas. Si esa era la idea que sus estrategas electorales se hacían de la sociedad norteamericana y de su futuro, la candidatura de Clinton tenía poco que hacer.

Y es que Clinton, con tal despliegue de artistas y de arte, terminaba de demostrar que se había colocado en una posición falsa. En 2008, cuando se enfrentó a Obama por la candidatura a la Presidencia, Hillary Clinton representó a un Partido Demócrata tradicional: votantes trabajadores, progresistas fieles a los valores norteamericanos, patriotas respetuosos con las creencias religiosas. Es cierto que ya por entonces Clinton llegaba con un pasado complicado de gestionar, como es su historia familiar, y con un bagaje ideológico más doctrinario que el de su marido. Aun así, Hillary Clinton seguía situada en la izquierda norteamericana clásica.

Las primarias y la campaña electoral acabaron con esta identificación. Estuvo la competencia de Bernie Sanders, un profesor que la empujó a asumir posiciones que no eran las suyas. Así es como Clinton se encontró chapoteando en un populismo de origen socialista y académico. Este populismo, crecido fuera de la realidad, a lo Podemos, contradecía una de sus grandes bazas, que era el legado liberal y optimista de su marido. A eso vino a añadirse el legado de Obama. Positivo en muchos aspectos, Obama también ha encarnado la figura, rara, de presidente intelectual. Basó su acceso al poder en la división de la sociedad norteamericana según líneas de raza, de clase, de cultura.

 

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Lady Gaga y Hillary Clinton

Obama ha sido el mejor ejemplo de lo que la postmodernidad significa al otro lado del Atlántico. Se divide una sociedad en minorías, es decir en grupos con identidades fuertes, no negociables, de las que atrapan a las personas en el grupo y no admiten forma alguna de bien común superior. Luego se construye una “coalición” de minorías, como las utopías federales españolas, para volver a crear una nueva identidad cuya unidad se define en términos negativos. La clave es la crítica a la unidad previa. Implícitamente, y a veces explícitamente, representa aquello que es necesario demoler.

En muchas ocasiones Obama recordó a Felipe González, otro gran político capaz de generar la suficiente tensión en su partido y entre sus seguidores para revestir de centrista una posición que no lo era. En vez de eso, se sostenía en la tensión que genera en contra de sus adversarios convertidos en enemigos. Como Felipe González, también Obama ha conseguido hipnotizar a sus partidarios, hasta tal punto que ni siquiera perciben el sectarismo en el que están instalados ni intentan empezar a entender las razones de los demás. En este punto, Trump ha sido un maestro de la deconstrucción (de la deconstrucción de la deconstrucción.) Ante un personaje que es la quintaesencia de lo neoyorkino, Clinton quedaba desbordada, como si la hubieran devuelto a su fantasía de provincias.

Así lo han demostrado los resultados. Cuando Obama llegó al poder, el Partido Demócrata tenía 29 gobernadores (de 50). Hoy tiene 15. Los demócratas no controlan ninguna cámara legislativa en el sur y sólo en cinco Estados controlan las cámaras y el cargo de gobernador. En 2009, los demócratas tenían 257 escaños (de 435) en la Cámara de Representantes. Hoy tienen 193, de los que un tercio proceden tan sólo de tres Estados, los tres inequívocamente demócratas: Nueva York, California y Massachusetts.

Clinton acentuó la debacle demócrata al subrayar aún más, con su desprecio hacia los «deplorables» votantes de Trump y la arrogancia de una posición convencida de su propia superioridad. Se ha contado cómo, en vez de acudir a actos con los católicos, prefirió dirigirse a los jóvenes urbanitas, ciudadanos del mundo, así como a los hispanos y a los afroamericanos, punta de lanza de la coalición social de Obama, hoy derretida. Los católicos, que tradicionalmente representan el centro político de la sociedad norteamericana, se acabaron decantando por su rival por 60 contra 37 por ciento. Se acentúa por tanto el declive de los demócratas en este grupo crucial, de esos que nuestros politólogos llamarían naturalmente transversales, con blancos, negros, hispanos, asiáticos y toda clase de estilos y formas de vida.

Resulta casi imposible trasplantar resultados electorales de uno a otro lado del Atlántico. El caso es que en una y otra orilla encontramos los mismos síntomas de agotamiento en una izquierda incapaz de salir del narcisismo estético postmoderno para dirigirse al conjunto de la ciudadanía con un mensaje de unidad y de realismo.