Un año de Trump. El desafío

Terminada la gira asiática de Trump, habrá quedado clara la dificultad del presidente norteamericano para mantener la doble posición en que se basaba su gran promesa de campaña: restaurar la grandeza de Estados Unidos. ¿Cómo? Devolviéndole fuera el respeto que merece y, dentro, reinstaurando alguna forma de protección contra el exterior. La contradicción estalló muy específicamente en el discurso en Vietnam, cuando Trump, que se esforzó durante los días previos en articular una gran coalición frente a Corea del Norte y, ese mismo día, ensalzó los beneficios del comercio y el libre intercambio, afirmó en tono casi militante que Estados Unidos sigue en retirada de los grandes acuerdos multilaterales y favorecerá en cambio los bilaterales, país por país. Es abrir la puerta grande a la hegemonía de otras potencias, empezando por China, que ya comprendió la oportunidad hace mucho tiempo. Trump mantiene excelentes relaciones con los líderes de la zona, pero esto no se traduce en una estrategia consistente de acción exterior.

El fiasco –relativo- viene tras otros mucho más serios. Trump, como es bien sabido, no ha sido capaz, un año después de su elección de conseguir una alternativa creíble a la reforma sanitaria que impulsó su predecesor. Tampoco ha conseguido articular una política migratoria consistente. La reforma fiscal, que es una de las claves de su mandato, se alarga en el tiempo, aunque es posible que aquí sí consiga una mayoría que le permita dar los pasos necesarios para simplificar el sistema tributario y aligerar las cargas.

En política exterior, un terreno abonado para la crítica, el resultado es, como lo ocurrido en la reciente gira asiática, confuso. Trump no ha llevado hasta el final el proyecto de sus asesores de la alt right consistente en una suerte de revolución mundial contra las elites globales, entre ellas la Unión Europea, pero tampoco se ha reconciliado con el establishment, que ha retrocedido en sus prerrogativas… sin ser sustituido por nadie. Aquí, como en política interior, la realidad se ha impuesto, pero a medias. El gran sueño de una alternativa al orden o desorden previo no ha triunfado, pero tampoco resulta verosímil la restauración de este.

De hecho, el progresismo (la izquierda anda desaparecida hace ya algunos años, en Estados Unidos como en el resto del mundo) sigue sin poder aceptar la Presidencia de Trump. No hay forma de que no lo trate despectivamente, que no acumule los insultos y los desprecios, que deje de lado el tono agrio, ofendido y neopuritano en el que ha decidido atrincherarse, quizás a la espera de mejores tiempos y sin entender que las aristocracias decadentes no tienen suficiente atractivo en democracia.

En cambio, y aunque las cotas de popularidad de Trump sean las más bajas de cualquier Presidente a estas alturas de mandato, se va consolidando la percepción –tal vez equivocada, ni que decir tiene, y probablemente prematura- de que va a ser muy difícil elaborar una alternativa a Trump de aquí a las próximas elecciones presidenciales. De hecho, entre los votantes de Trump el apoyo a su presidente no decae. No importan las promesas incumplidas, ni las cosas a medio hacer, ni –menos aún- el caos, que casi parece deliberadamente cultivado, en la administración y sobre todo en la Casa Blanca, donde todo adquiere periódicamente el ritmo trepidante de un capítulo de serie televisiva.

Para entender un tal fenómeno, conviene recordar que lo importante de Trump no es lo que hace o no hace, ni su programa o el incumplimiento de este. Lo que cuenta en Trump es lo que es y lo que representa. Y como es natural, en eso, que es la clave de todo, Trump es insustituible.

Entenderlo requiere entender primero cómo la Presidencia de Obama, y más en particular el acceso a la Presidencia de quien se dejó convertir en sucesora, siendo así que no tenía por qué asumir ese papel, ha llegado a ser percibido como algo casi esencialmente ajeno a la tradición y a la identidad norteamericana. Lo que empezó en 2008 como una gran promesa de reconciliación evolucionó pronto hacia una Presidencia activista, en la que las políticas de identidad, el ensalzamiento de las minorías, el sectarismo ideológico y la nula voluntad de llegar a acuerdos con la mayoría del Congreso iban a suscitar una gigantesca ola de respuesta.

Tampoco aquí importan algunas de las grandes realizaciones de la Presidencia de Obama, desde el propio Obamacare, tan difícil de sustituir, hasta la salida de la crisis, pasando por el inicio del retraimiento exterior que Trump, a su manera, continúa. Lo que importó, al fin y al cabo, fue esa imagen de un presidente obsesionado por cambiar la naturaleza misma de la sociedad norteamericana desde una plataforma de autosuficiencia moral y, lo que tal vez aún más insufrible, estética. La Casa Blanca y sus aliados en los medios y en el show business ofrecieron así un nuevo modelo norteamericano: postnacional, cosmopolita, minoritario, elitista por naturaleza, desconectado de una parte de la sociedad, la muy conservadora sociedad norteamericana, que entendió la propuesta, hecha en términos de notable arrogancia, como un ataque, un ataque final.

Planteado en estos términos, después de los intentos fallidos del Tea Party en un extremo, y, por el otro, de las figuras templadas de McCain y Mitt Romney, el enfrentamiento abría la oportunidad para un personaje como Trump. Los desplantes, las trapacerías, las groserías, los insultos… son exactamente la forma en la que sus seguidores comprenden el ataque que ellos mismos entienden que han sufrido. Y no vale aplicar aquí plantillas ideológicas venidas de las aulas universitarias, en particular el demasiado socorrido “populismo”. Conviene más bien esforzarse en comprender lo que todo este movimiento que cristaliza en la Presidencia de Trump quiere decir.

La paradoja, difícil de entender para muchos europeos, es que ese movimiento retoma ideas, valores y formas de vida que están en el núcleo mismo de la constitución –es decir, de la naturaleza- de Estados Unidos. El individualismo y el impulso religioso, el espíritu emprendedor y pionero, pero también la tensión hacia lo comunitario, el orgullo de ser únicos y la conciencia, no siempre imprecisa, de haber constituido un modelo están en la base de una conciencia maltrecha, por la evolución de la globalización, pero que además se ha sentido atacada –con mala fe- por quienes no se apean de las declaraciones idealistas, altisonantes y-desde este punto de vista- radicalmente destructivas. “We, the People” es, en resumidas cuentas, el argumento clave del apoyo a Trump, por mucho que esa apelación comprenda también una parte de la peor tradición norteamericana: el nativismo, el racismo blanco, la pulsión segregacionista, el tirón paranoico y antiintelectual.

El experimento es, por ahora, inaplicable fuera de Estados Unidos. Trump encarna un “No” de fondo a la postmodernidad, pero no lo hace sólo en términos de reacción como lo podría hacer en los países europeos. Lo hace en términos norteamericanos, bipartidista en cierto sentido y, sobre todo, moderno y tradicional a la vez, como ha sido hasta hace poco tiempo la misma sociedad norteamericana. El enfrentamiento, además, se plantea en términos muy exclusivamente norteamericanos, y no sólo del lado del “trumpismo”: por mucho que ellos mismos estén convencidos de su cosmopolitismo o, al menos de su europeización, los progresistas norteamericanos son una especie imposible de trasplantar fuera de allí y reproducen también algunos motivos propios de la tradición cultural de su país, como la tendencia a la segregación y el tirón paranoide.

Queda el hecho de que la democracia (norte)americana parece haber llegado a un límite, a un punto crítico en el que habrá que reformular consensos muy profundos de otra manera, teniendo en cuenta la variedad de perspectivas en juego y la legitimidad de muchas de ellas. Si las instituciones consiguen encauzar y dar forma a lo que está por venir, de nuevo Estados Unidos habrá dado una gran lección.

Libertad Digital, 12-11-17

Foto: El Capitolio durante la toma de posesión de Donald Trump.