Ópera

Ilustración: May Ray

No hace mucho tiempo, un amigo se escandalizó cuando le dije que la ópera era como el fútbol, los toros y el boxeo. Un arte, o un deporte, que gusta a todo el mundo (es decir, con vocación mayoritaria), porque apela a resortes emocionales muy básicos y primitivos, físicos algunos de ellos, y no los menos importantes. Mi amigo está convencido que la ópera es un arte sofisticado, delicado, para paladares exquisitos, como la música de cámara. En cierto sentido lo es, pero en el mismo en el que lo son también los toros, el boxeo y el fútbol. Conviene aprender algunas claves, y a la larga, claro está, se acaban entendiendo muchas de ellas. Aun así, nadie se aficiona, o más exactamente, se engancha a la ópera por la exquisitez de unos sonidos o unos compases musicales. Se engancha por la eficacia de unos elementos expresivos que ponen en marcha emociones primeras, de una intensidad extraordinaria.

 

El aficionado a la ópera –los italianos hablan de tifosi– , como el aficionado a los toros, al boxeo y al fútbol, no es capaz de mantener la distancia intelectual. Se ve comprometido en el momento y cuando lo que escucha (y lo que ve) le gusta, estalla en vociferaciones que en otra circunstancia serán ridículos. También le ocurre lo contrario. En la ópera, mucha gente se quita –o se quitaba- de encima las convenciones para recuperar por un rato una forma de vivir libre, sin cortapisas. Para un aficionado, una función de ópera era como una tarde de toros, una velada de boxeo o un partido de fútbol: un momento en el paraíso, un rato de felicidad total, absoluta. De ahí el rito mundano que rodeaba la ópera, ahora considerado reaccionario…

Me temo que todo eso está pasando a la historia. No convencí a mi amigo, claro está. La ópera, para él como para mucha gente hoy en día, seguirá siendo un espectáculo de alta sofisticación, que pone en marcha recursos estéticos refinados y dirigido a una minoría de personas entendidas en un arte exigente y difícil. Es todo eso, sin duda, pero es –sobre todo- lo anterior.

Lo más perverso es que, en un movimiento típico de nuestro tiempo, quienes creen que la ópera es un arte para minorías selectas, que son los que mandan, se han propuesto hacerla accesible a “todos”, “democratizarla”, como si alguna vez la ópera hubiera estado cerrada a alguien. (La ópera no es más cara que el fútbol, los toros o el boxeo…) Lo que están consiguiendo, como era de esperar, es alejarla cada vez más de su público natural y cerrar el camino por el que se acercan los nuevos aficionados, que siempre surgen en el momento en el que quedan atrapados por una voz cantando en circunstancias determinadas. La ópera es un arte popular. Lo está dejando de ser y “popularizarla” desde su nuevo estatuto de arte para minorías es acabar con ella, sustituirla por un simple espectáculo musical, de la misma naturaleza que los musicales de Broadway y de la Gran Vía, muy respetables, sin duda, pero ajenos a la originalidad estética y emocional del gran arte de la ópera.

Acabaron con el boxeo, por lo menos en España, quieren acabar con los toros y van a acabar con la ópera. Tendrá suerte quien le guste el fútbol.