«Los maestros cantores». La sorprendente libertad del artista

Con sus Maestros cantores de Nuremberg, Wagner planteó en un mismo nudo dos asuntos que le obsesionaban: la libertad del artista y el destino de Alemania. Aquello determinó fatalmente la acogida de la obra después de que el Tercer Reich le diera al intríngulis una solución propia y, hay que reconocerlo, sumamente original. Las puestas en escena actuales de Los Maestros difícilmente se sustraen a la cuestión, en particular en un ambiente tan politizado como el nuestro y en el que, por si eso fuera poco, los artistas han vuelto a considerarse a sí mismos como auténticos -quizás como los únicos auténticos, y respetables- agentes ideológicos.

La nueva puesta en escena de Laurent Pelly para el Teatro Real, en colaboración con la Royal Danish Opera y el National Theatre de Brno, no pierde la oportunidad de abordar el asunto. Convierte la ciudad de Nuremberg en un gigantesco montón de ruinas, como después de un bombardeo, y a sus habitantes en seres uniformemente vestidos de materiales oscuros y cubiertos de polvo, como si acabaran de salir de un refugio o de un sótano. En este ambiente uniformemente gris se desarrolla la jornada del concurso de canto. El gran protagonista es, como bien se sabe, el zapatero Hans Sachs, interpretado en esta ocasión por Gerald Finley, gran barítono, de voz bien colocada y de buena proyección pero un poco demasiado ligero y sin la autoridad que requiere el personaje que encarna al propio Richard Wagner. También le faltó mordiente y brillo, además de energía y apasionamiento, al Walther de Tomislav Muzek, que en cualquier caso lo cantó todo con honradez y no se arredró ante el personaje que se traía entre manos. La Eva de Nicole Chevalier, que consiguió algunos momentos mórbidos y evocadores en el segundo acto, exhibió un instrumento poco agradable, con algunos agudos abiertos, no del todo conveniente para un personaje de ingenuidad y astucia infantiles y candorosas. Bien la Magdalene de Anna Lapkovskaja, de canto hermoso e intencionado, aunque coartado por una dirección de actores que le impuso un rígido formalismo.

Fabuloso Jongmin Park, con una voz densa, profunda y retumbante, capaz de hacer creíble a un Progner que siempre corre el riesgo de hacer el ridículo al no enterarse de lo que está ocurriendo, y con mucho ruido, a su alrededor. Muy bien, a falta de un poco de variedad, el tenor Sebastian Kohlhepp en el papel de David, el más exigente, vocalmente, de la obra. Excelentes los Maestros cantores, entre los que se puede destacar al gran José Antonio López y a Albert Casas, aunque la caracterización no facilitaba las cosas a un público que no se supiera la obra de memoria. Fabuloso el Sereno de Alexander Tsymbalyuk, casi -como se suele decir- el más wagneriano del reparto, aunque le dejaran sin su instrumento musical. Y excelente el Beckmesser de Leigh Melrose, que se sobrepuso, con su actuación y una interpretación vocal matizada e imponente, a la caricatura de trazo grueso que dibujó el director de escena. Como siempre, sobre Beckmesser giran buena parte de los problemas que plantea la obra. En este caso, sorprendieron la salvaje paliza que recibe en el acto II, de un realismo brutal, y algunos rasgos de la caracterización que recordaban, como en un guiño a Syberberg, a las parodias de Hitler por Lubitsch y Chaplin. (…)

Seguir leyendo en Ópera Actual,   25-04-24.

Ilustración: Javier del Real, Teatro Real

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