Nosotros. De «Diez razones para amar a España»

En Diez razones para amar a España, José María Marco expone otros tantos motivos que justifican el amor a nuestro país; el paisaje, la lengua, la literatura, la pintura, la música, la Corona, la religión, Madrid, la nueva España, nosotros… “Nosotros” es uno de ellos y el siguiente texto forma parte del capítulo que se le dedica.

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A veces pensamos en la bandera, el himno o el escudo nacionales como símbolos de una entidad puramente política que llamamos nación. Y definimos esta por su componente más abstracto: los derechos, las obligaciones, el texto constitucional, la posibilidad de participar en las decisiones políticas. Es cierto, pero falta algo. Mucho, en realidad. Las abstracciones universales no bastan para vivir: se necesitan también el cuerpo y las singularidades de la realidad, todo lo que la hace atractiva y habitable, lo que hace posible el amor. Es algo parecido a lo que los antiguos llamaban politeia: la naturaleza de una comunidad, en este caso de un país. Todo aquello que, sin necesidad de hablar de identidad ni de carácter, la distingue de los demás y todo lo que quienes participan de ella reconocen como propio sin necesidad de racionalizarla porque constituye el soporte mismo de su vida. Habrá quien guste de imaginarlo como algo eterno, y habrá quien insista en que es una construcción histórica. Lo es, claro está, pero incluso sin pretender la eternidad, ha inventado una cierta forma de ser que no depende del todo del transcurrir histórico. Marca además ciertas posibilidades, ciertas inclinaciones, algunas expectativas que nutren el día a día de quienes participan de ella. Antes se hablaba de destino, de misión o de credo. Demasiado pretencioso. Nos conformaremos con la primera persona del plural: nosotros. Nosotros, los que amamos España, pero también aquellos que la aman menos.

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El año 2000 yo vivía con un amigo en el centro de Madrid, cerca de la plaza de Alonso Martínez. En la misma calle, casi puerta con puerta, estaban las oficinas de un organismo oficial. Y cada vez que pasaba por delante, lo que ocurría varias veces al día, miraba el paño mugriento y deshilachado, colgado encima de la puerta de entrada, que hacía las veces de bandera nacional. Una mañana, de vuelta a casa, entré en el edificio, me acerqué a una ventanilla y le dije a una funcionaria que quería hacer llegar una instancia al responsable. Me preguntó el motivo y le expliqué —entonces me puse poco nervioso— que pasaba todos los días por delante y pensaba que no estaba bien que tuvieran la bandera nacional en el estado en que se encontraba. Me miró como si hubiera visto un marciano, me tendió un papel en blanco, lo rellené y se lo devolví. A los dos días, el edificio lucía una bandera nueva. En vez de deprimir a todos los que pasábamos por allí, ahora el símbolo nacional nos alegraba, nos daba ánimos y nos invitaba a ser mejores.

Patriotismo

De los símbolos nacionales españoles, solo uno tiene sentido propio. Es el escudo, resumen de la historia del país y uno de los pocos que conserva la memoria de los antiguos reinos que acabaron componiendo la nación: Castilla, León, Navarra, Aragón y Granada. El himno es una melodía que acompañaba a los miembros de la casa real en sus salidas de palacio. De estar relacionado con la Corona, pasó a ser identificado con la nación. No tiene letra, como es bien sabido, y todos los intentos por ponérsela han fracasado. La bandera roja y gualda sustituyó la enseña blanca de la Corona por ser bien visible sobre el fondo azul y gris del mar. Los símbolos españoles no están destinados por tanto a suscitar grandes emociones, ni trasladan un programa político como no sea el de la unidad de una nación pluralista. Son elementos que adquieren su significado político de forma casi espontánea, sin un claro programa y por razones prácticas. Lejos, por tanto, de la intensidad emocional, casi operística, de los símbolos de otros países.

Cuando un deportista recibe un galardón por sus méritos y se alza la bandera y suena el himno nacional, se emociona porque contempla en el símbolo no una idea abstracta y política, sino la representación concreta de su esfuerzo incorporado al patrimonio común de todos. No es solo un reconocimiento: es el testimonio, la visualización se diría hoy, de su contribución a lo que es común. Gracias a su trabajo y a su talento, el patrimonio común se ha enriquecido y aquilatado. Los espectadores también nos emocionamos porque en ese momento comprendemos que esos compases y esos colores representan y encarnan lo mejor de nosotros mismos. Las emociones llegan a ser aún más intensas cuando los símbolos nacionales se despliegan en una ceremonia militar, en presencia de personas cuyo trabajo requiere que estén dispuestas a dar la vida por su país, es decir, por los demás. Porque ese es el sentido más profundo de los símbolos nacionales: poner de manifiesto lo que debemos a todos los que han contribuido a hacer de nuestro país lo que es. Nos dicen que dependemos de los demás y que nuestro esfuerzo, por pequeño que pueda parecernos, es parte del esfuerzo común y contribuye también, por lo tanto, al bien de todos. (…)