«Después de la nación». Después del pacto postnacional

Después de la nación. La democracia española de 1978, Ciudadela, 2024

La democracia española de 1978 se levantó sobre un error de apreciación. El error consistió en diagnosticar el final de la nación como comunidad política e imaginar que a partir de entonces se inauguraba un mundo nuevo, un mundo en el que las naciones serían prescindibles.

El diagnóstico se deducía, como hemos visto, de una consideración y de un hecho. La primera, propia de la situación española, iba referida a la necesidad de dejar atrás el régimen autoritario del general Franco, y muy en particular uno de los elementos centrales de lo que en su momento fue su ideología del régimen, como fue la nación: su unidad y su pervivencia. El hecho, que iba más allá de la voluntad de los protagonistas y los convertía en protagonistas y sujetos de un proceso que estaba más allá de su alcance, era el profundo cambio que en los años 70 estaba teniendo lugar: una revolución que en muy poco tiempo y sin violencia, acabó con los principios que hasta entonces organizaban la vida en común: transmisión del saber, familia, religión… nación. Se derrumbó el acatamiento de la autoridad exterior y lo que hasta entonces era aceptado sin discusión dejó paso a otro mundo. A partir de entonces, sólo sería aceptable la norma que cada uno quisiera darse.

La experiencia democrática española es por tanto hija de su tiempo. En contraste con los demás países europeos, la distingue la necesidad de tomar distancia de la dictadura, lo que llevó a radicalizar aún más una tendencia que ya de por sí era de fondo y que removió de arriba abajo el funcionamiento de las sociedades occidentales. Se entraba en lo que unos han llamado postmodernidad, otros hiper modernidad y otros, en particular Marcel Gauchet, la verdadera modernidad. La Constitución de 1978 fue el intento de dar, en la circunstancia española, forma política a aquella revolución.

Pues bien, el diagnóstico estaba equivocado. En lo que aquí nos interesa, que es la nación, no tuvo en cuenta que el siglo XX vio, antes que la desaparición de la nación, su multiplicación y su generalización. En 1918, tras la Gran Guerra, se crearon siete naciones. Tras la Segunda Guerra Mundial, y con el derrumbamiento del colonialismo europeo, la tendencia continuó y se aceleró con el colapso del comunismo y la Unión Soviética.

Occidente participó del mismo movimiento. No desaparecieron las naciones occidentales del Océano Pacífico, ni las de América. En el Cáucaso surgieron otras nuevas, como Armenia y Georgia. En la vieja Europa se crearon un buen número de nuevas entidades nacionales (Estonia, Letonia, Lituania, Chequia, Eslovaquia, Eslovenia, Ucrania, Bielorrusia y todas las surgidas del colapso de la Federación yugoslava). Y ninguna de las antiguas naciones europeas, tampoco España, se vinieron abajo. En Europa, a principios del siglo XX, había 24 naciones. Un siglo después eran 47. Y desde la Transición española y la consagración en España del Estado postnacional se han creado más de 40 nuevas naciones.

Las sucesivas globalizaciones ocurridas a partir de los años 70 variaron el reparto del poder a escala internacional, con nuevos equilibrios, nuevos agentes no estatales, nuevos flujos comerciales, culturales y de población y, claro está, nuevas formas de identidad y de individualización. Aun así, no han desaparecido las naciones, ni las realidades políticas en las que se basan, ni por lo tanto, las identidades nacionales. Ni siquiera lo han hecho en la Unión Europea. Durante un tiempo, la UE pareció destinada a hacer buena la profecía de Víctor Hugo sobre los Estados Unidos de Europa. No ha ocurrido así, a pesar del borrado físico (no jurídico, ni político) de las fronteras y de la cada vez mayor importancia de las decisiones regulatorias, financieras y económicas de las instituciones de la Unión.

Las naciones siguen vivas, con pueblos que se atienen a sus respectivas culturas y formas de vida, que adaptan a ellas las corrientes globales y con Estados que defienden lo que consideran el interés nacional. Se ha podido decir, con buenos argumentos, que el siglo XX fue el de la generalización de la nación, una entidad política creada en Occidente. En contra de lo que pareció hace cincuenta años, hoy, más que nunca, vivimos en un mundo formado de naciones, no de imperios, ni de ciudades, ni de regiones, ni de tribus, ni de redes. A pesar de los muchos funerales de que ha sido objeto, la nación, como ya comprendió Cánovas, se resiste a desaparecer. (Seguir leyendo aquí.)

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