El Reino de Dios

San Lucas (2,25-35) cuenta que habiendo nacido el niño Jesús, sus padres lo llevaron al Templo para cumplir lo que ordenaba la Ley. Al llegar se encontraron con Simeón, un hombre “justo y piadoso” al que el Espíritu había guiado hasta el Templo ese mismo instante. Al ver al niño Jesús, Simeón lo tomó en brazos y dio gracias a Dios porque había cumplido su promesa y él, Simeón, había visto al Salvador con sus propios ojos.

En el Templo, el lugar donde reside el Señor, un judío piadoso expresa el significado de lo que acaba de ocurrir con la llegada del Hijo de Dios, de Dios hecho hombre. Se acaba de cumplir la promesa mesiánica y ha terminado el tiempo de la espera. Simeón, lleno de alegría porque ha visto y tocado aquello que siempre había estado diferido, proclama la llegada del Salvador, la gloria del pueblo de Israel y la “luz que se manifiesta a las naciones”.

Podíamos pensar que Simeón va a evocar luego las palabras de Isaías, la profecía sobre el niño que «nos ha sido dado» y la instauración del reino de la paz y la justicia (Isaías, 9,8). Los seres humanos, y el mundo entero, vuelven a su naturaleza primera, antes de la caída. Es así, pero no con esas mismas consecuencias. Al bendecir a san José y a la Virgen, Simeón les anuncia algo terrible. El niño va a ser la causa de levantamientos y caídas dentro de Israel. Es “un signo de contradicción”, como Cristo dirá luego (Mateo, 10,34-36) y, más precisamente aún, una espada atravesará el corazón de su madre.

El niño nacido hace muy poco tiempo en un pesebre, rodeado de pobreza pero también de toda la gloria del Señor y de toda la que puede ofrecer la humanidad –los pastores y los reyes de Oriente-, ha instaurado una nueva era en la historia. Y sin embargo, el reinado de Dios, que es el reino de la libertad recobrada, no va a ser un nuevo paraíso. Se acaba de deshacer la seguridad que otorgaba el cumplimiento de la Ley. A partir de ahí los seres humanos afrontan un nuevo destino: el de enfrentarse a su propia naturaleza humana con la sola garantía del amor demostrado por ese Dios que se llama a sí mismo Hijo del hombre.

No es poco, se dirá. Claro que no lo es. De hecho, es imposible pedir más. Como Simeón parece saber, la prueba de ese amor va a ir mucho más allá de todo lo imaginable. Queda el hecho de que el nuevo mundo que acaba de arrancar va a romper lo que parecía la antigua unidad. Al cumplirse la Promesa, el Señor abre un nuevo tiempo, histórico como no lo había sido nunca hasta ahí: el sentido, habrá de dárselo el ser humano a cada paso. Libertad regalada por amor. El reino de Dios.

Feliz Navidad, queridos amigos.

Ilustracióbn: Francisco de Zurbarán, La casa de Nazareth, The Cleveland Museum of Art