El lugar del sufrimiento. Benedicto XVI sobre el mal y la justicia

En Francisco José Contreras e Ignacio Sánchez Cámara (eds.). Hablando con el Papa. 50 españoles reflexionan sobre el legado de Benedicto XVI. Planeta, 2013.

“Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (Benedicto XVI, Spe salvi, 37).

 

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Es conforme a nuestra naturaleza intentar limitar el sufrimiento, ahorrarnos la dolencia y la aflicción. Actuar de otro modo sería perverso. Nadie busca el sufrimiento. Dios mismo, uno de cuyos primeros atributos es la misericordia, nos invita a limitarlo. Muy distinto es intentar sacar el sufrimiento de la realidad y de nuestra propia vida. Diseñar un mundo feliz, un mundo en el que se haya suprimido el dolor ha sido una de las tentaciones propias de las religiones políticas de los siglos XIX y XX, con los resultados que conocemos bien. El olvido voluntario, o el apartamiento e incluso la censura de la dimensión trágica de la vida han dado a luz monstruosidades sin límite, casi todas ellas superadas, gracias Dios.

Aun así, no hemos dejado atrás el principio mismo, y la revolución que estamos viviendo refleja la quiebra de ese proyecto. Pretendía garantizar a los seres humanos una vida cómoda, sin demasiados esfuerzos, una vida donde el dolor que produce la búsqueda de la verdad, el cumplimiento del amor y la tensión hacia el bien habían quedado como sofocados, apartados de nuestra responsabilidad, puestos en manos de instancias que se iban a ocupar de todo lo desagradable, de las consecuencias de elecciones que parecían haber perdido su sentido moral intrínseco.

También resulta natural pensar en el sufrimiento y en el mal como una forma de retribución. Los amigos de Job intentan sacarle de la angustia recordándole el mal que sin duda alguna ha hecho. Según su razonamiento, padecemos el mal, sí, pero también castigamos al culpable o asumimos nuestra culpa, con lo que las cosas vuelven a su ser. Es bien sabido que los amigos de Job le aportan un consuelo escaso. Job, como cualquier ser humano, es falible y habrá pecado más de una vez, pero esa clase de justicia no le restituye el bien perdido y, lo que es más importante, no sirve para entender el sentido de lo ocurrido.

Para ser comprendidos, el mal y el sufrimiento deben ser imaginados en su dimensión propiamente inconcebible, gratuita, inmerecida. Por eso Job se niega a aceptar el consuelo que le ofrecen sus amigos con una tozudez característica que haría de él, en una tradición que no fuera la judaica, un blasfemo. Consigue así que el Señor, después de haberle mostrado con cierta ironía paternal su insignificancia, acabe también reconociendo la inocencia de su criatura, algo que sin duda estaba presente desde mucho antes en el misterioso plan divino. El santo Job, efectivamente, se ha negado a dar una explicación al Mal y al sufrimiento y al reivindicarse como inocente ha afirmado a costa de su propio dolor la bondad de la obra de Dios, del que él mismo es una criatura doliente, pero no insignificante ni trivial.

Job, que no quiere sufrir y que no entiende el sufrimiento, se alza así a la categoría de mártir porque reafirma su confianza en que el Señor sabe lo que ha hecho y que Su Justicia se realizará al fin. Con su actitud, demuestra un amor inagotable a la persona de Dios y a su obra. Al dejar que el Adversario lo ponga a prueba, el Señor ha aceptado que se ponga a prueba su obra. La actitud de Job demuestra que esa obra es buena y que el Señor, habiéndonos hecho libres, nos ha hecho también capaces de demostrar nuestro amor hacia él. En otras palabras, el Señor se ha arriesgado a verse abandonado por su criatura y por un momento todo parece haber estado a punto de derrumbarse. Al final, un hombre libre rinde homenaje a la indescifrable libertad de Dios. (Lévêque, 2007: I-195)

Desde otra perspectiva, ha quedado mostrado que Dios necesita nuestro amor. Debemos actuar y expresarnos en consecuencia, si no queremos vivir esa vida vacía en la que no existen el dolor ni el mal, pero en la que prevalecen la falta de sentido y la soledad. Mostrar nuestro amor es tanto más necesario cuanto que, desde la perspectiva cristiana de la que estamos hablando, es Dios mismo quien ha asumido hasta el final el sufrimiento inherente a la naturaleza humana para demostrar de una vez por todas que el sacrificio ya no es necesario y que Él está siempre con nosotros, a nuestro lado, confortándonos y consolándonos con Su amor. El mismo Job había intuido esta realidad, cuando alude de forma misteriosa a un “redentor” vivo que se “alzará sobre el polvo” (Job, 19, 25- 27), a un “defensor” (Job 16, 19) que intercederá por él. En ese anhelo parece prefigurarse la encarnación de Dios en el Hijo del hombre.

Antes de la Pasión, el Hijo del hombre ya sabe lo que es el dolor. Se retira a Galilea al enterarse del arresto de Juan el Bautista (Mt 4, 12) y luego, al conocer su muerte, se embarca para estar a solas en un lugar desierto (Mt 14, 13). Llora sobre Jerusalén al profetizar su destrucción (Lc 19, 41) y vuelve a llorar al acercarse al sepulcro de Lázaro (Jn 11, 35), habiendo quedado conmovido y estremecido al ver el llanto de María, la hermana de su amigo, y el de los que la acompañaban (Jn 11, 33). Desde entonces sabemos que Dios, además de amar apasionadamente (Zac 8, 2) a su pueblo, que somos todos, también conoce desde dentro la naturaleza de su criatura y participa de los males que la afligen. El amor infinito de Dios nos enseña que el amor, a nuestra escala, no puede tampoco sustraerse a aquello que lo hace humano, que es la finitud, la ausencia, la incomprensión, la violencia que es consecuencia de nuestro encastillamiento, el sufrimiento que causamos y padecemos. Desde esta perspectiva, no hay amor sin, al menos, la aceptación de la posibilidad de sufrir. Retirada esta, queda sólo la soledad entendida en su sentido radical, cuando se ha desvanecido del horizonte la presencia de los demás; una situación, por desgracia, muy actual y de la que a diario somos testigos. Huyendo de la posibilidad del sufrimiento y de la tribulación, se cae en otro dolor, ahora sí incomprensible y por tanto más angustioso aún. La violencia está inscrita en el núcleo mismo de esa situación.

Pero la venida al mundo del Señor en la persona de Jesucristo no instaura sólo el reinado, por así decirlo, del amor. También da una nueva dimensión al bien y a la verdad, que en términos de lo que es la vida humana remiten sin remedio a la Justicia. El amor apasionado y sin límites del Señor por nosotros no puede conformar un mundo en el que, una vez redimidos del mal que causamos, el sacrificio de Dios vendría a garantizarnos de una vez por todas una inocencia sobrevenida. Un mundo así sería inhumano (Levinas: 37), tanto como la soledad a la que se condena quien rechaza preventivamente cualquier sufrimiento.

Al hacerse hombre, el Señor actualizó nuestra naturaleza de criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza (Gn 1, 26). Así nos ha hecho comprender, de una forma distinta a como lo hace la gran tradición judaica, que nosotros también participamos de esa naturaleza, inconcebible en su dimensión y en su forma, que es la naturaleza divina. Esta revelación introduce en nuestro mundo una dimensión distinta, la dimensión de aquello que no es reductible a nosotros mismos, que nos es, en cierto sentido, completamente ajeno. Sabemos que Dios está aquí, a nuestro lado, en nosotros. Jesucristo nos recuerda que estamos siempre en contacto íntimo con aquello de lo que tendemos a desentendernos porque consideramos que no nos incumbe, que nos es ajeno.

En vez de encerrarnos en el egoísmo de una vida supuestamente redimida o en el más taimado de la compasión o de la empatía, Dios encarnado en el Hijo del hombre nos coloca en la intemperie de una responsabilidad inextinguible. Así volvemos, una y otra vez, a ser responsables de lo que hacemos, pero también somos responsables de lo que no hacemos, como Cristo, el inocente absoluto, asumió las consecuencias del mal que causa nuestra Humanidad. El ejemplo y la acción eficaz de Cristo nos sitúan ante la pregunta insoslayable de la Justicia. El judaísmo, como dice Levinas, proporciona una respuesta severa y saturada de humanidad, que es la Ley. Cristo, gracias al ejemplo de la Resurrección, apunta una dirección distinta. La “revocación” del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho (Spe salvi, 43) son el mejor argumento para la existencia de la vida eterna. Sólo Dios puede crear justicia y la protesta contra Dios en nombre de la justicia no vale. (Spe salvi, 44) Aspirar a borrar el sufrimiento es también, en contra de lo que a veces parece, abdicar de la posibilidad misma de la Justicia.

Libros utilizados

He recurrido (casi siempre) a la traducción de las Sagradas Escrituras de la Conferencia Episcopal Española.

También he utilizado:

-Benedicto XVI, Spe Salvi, Madrid, Ediciones Palabra, 2007.

-Jean Lévêque, Job et son Dieu, 2 vols., París, J. Gabalda et Cie Éditeurs, 1970.

-Jean Lévêque, « Le sens de la souffrance d’après le livre de Job », en Job ou le drame de la foi, París, Cerf, 2007, pp. 179-199.

-Emmanuel Levinas. “Une religion d’adultes”, en Difficile liberté. París, Albin Michel, 1976, pp. 25-41.

-Philippe Nemo. Job et l’excès du mal. París, Albin Michel, 2001.